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Transoxiana 7 - Diciembre 2003
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Crónicas de Viajeros: Tailandia

María Itatí Dolhare

Durante mi estadía en Tailandia, tuve oportunidad de visitar una reserva natural de águilas, que se halla emplazada en un pequeño grupo de islas. Pero si hasta ese momento las islas visitadas me recordaban la película La Playa (si , esa en la cual el titánico Leo trataba de hallar el sentido de su existencia en medio de una idílica comunidad hippie y termina perdiendo a todos los demás ) en este caso pude observar notables diferencias en el paisaje, tales como el agua oscura y espesa de un color chocolate claro, un laberinto de amplios canales navegables, surcados por islas cubiertas de arbustos cuyas ramas más largas se hundían en el agua. Al aproximarnos al canal principal, las velocísimas sombras que atravesaban el cielo en medio de gritos y chillidos nos indicaron que nos hallábamos muy próximos a nuestro objetivo.

En ambas márgenes se erige un grupo de bungalows flotantes construidos en caña de bambú y de una gran simplicidad, vivienda de los guarda parque y sede de un pequeño centro veterinario. Una vez echada el ancla y previo control de la condiciones climáticas y de seguridad del barco, toda la tripulación de Eliott abordó el bote inflable, aprovisionados de bandejitas de salchichón. Nos disponíamos a tomar fotografías alimentando a los habitantes de la reserva. Nos dirigimos hacia el sector desde el cual podíamos divisar la mayor congregación de aves. Ello a tenor de otros botes en plena misión alimenticia. Las autoridades del parque construyeron en el centro de este canal una plataforma de bambú flotante donde los turistas pueden depositar pollos previamente adquiridos en unas de las cabañas que funciona como pequeño almacén. En nuestro caso decidimos renunciar al salchichón en la picada programada para la tarde y ofrecérselos a las águilas. Al llegar al sector elegido nos encontramos con otros dos botes con turistas ingleses y alemanes, que habían previamente depositado sus pollos en la plataforma. Esto nos permitió obtener apenas arribados un par de muy buenas fotografías de las águilas descendiendo en vuelo rasante, capturando sus presas. Se me encogió el corazón ante el despliegue acrobático de tan magníficos y preciso cazadores. Concluida la faena, los turistas se alejaron en otra dirección.

Tentados por la agilidad y pericia de las águilas en dicho momento, decidimos poner en práctica el operativo salchichón, tan cuidadosamente orquestado. Arrojando al aire las rodajas, creímos factible provocar en las águilas una nueva y original perfomance alimentaria, que nuestro amigo Simón, podría documentar. Se sucedieron varios intentos fallidos, en los cuales vimos con gran decepción como una tras otra las rodajas de nuestra picada se hundían sin pena ni gloria en el agua y lo que es aun peor sin suscitar el más mínimo interés en las águilas. Culpando de nuestro escaso éxito a los turistas anteriores, decidimos cambiar de táctica y depositar las bandejas en el agua, aguardando por los pájaros. No supusimos que en ese mismo momento un pequeño barco de turistas japoneses se detendría a poco metros de nuestro bote provocando un oleaje que hizo naufragar la pequeña bandeja. Con silenciosa resignación vimos a nuestro salchichón escapar de su destino en el estómago de los pájaros y concluir seguramente como alimento de los peces. Asombrados, contemplamos a las selectivas aves abalanzarse golosamente sobre la nueva ración de pollo. Regresamos al barco cabizbajos y abrumados por una verdad irrefutable la culpa no es de las águilas sino del que les da salchichón. A fin de reanimar los ánimos algo alicaídos por el fracaso organizamos para ir a cenar a un restaurante flotante. Cambiados y perfumados los cuatro nos dirigimos en el bote inflable a uno conocido y recomendado por Grant. Fiel al estilo de construcción isleña, el pequeño restaurante constaba de un reducido grupo de mesas con una magnífica vista al laberinto de canales e islas de enfrente.

En grandes piletones con redes se mantienen vivos y en cautiverio los peces y mariscos que han de conformar el menú. Una vez seleccionado y a opción del cliente puede él mismo pescar su cena o en mi caso particular, atacada por una mezcla de sentimentalismo ictícola y falta de valor solicité al amable dueño que lo hiciera por mí. Concluida con total éxito la pesca, nos sentamos a disfrutar de los deliciosos y fresquísimos platos cocinado al gusto tailandés. Finalizada la cena, este nos obsequió con recipientes de pequeños pescados con los cuales pudimos alimentar a las mascotas del lugar. Dos gigantescas mantarrayas con ojos de cachorro que saltaban sobre las redes y engullían velozmente el alimento para volver inmediatamente a reclamar su porción diaria de caricias en las cabezas sedosas y húmedas.

Luego de un día muy excitante y placentero, nos despedimos del dueño del restaurante, regresando al barco para dormir, mecidos como en una inmensa cuna y arrullados por el suave rumor del agua.

Tailandia, Julio de 2003


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Actualizado el 24/07/2004
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